Una carta en un bar. Relato corto número dos. Alba Amador.



    Miré por la ventana del autobús, entrecerrando los ojos para intentar que mi visión fuese mejor. El resultado fue penoso. Pegué la frente al cristal y un escalofrío me recorrió el cuerpo al contacto con el frío. Puse las manos alrededor de mis ojos, para apartar la poca luz que venía de la única bombilla encendida en la parte delantera del autobús.

Entonces, pude divisar una carretera oscura y campo, mucho campo. Algunos árboles a lo lejos —o lo que creí que eran árboles, porque realmente no se veía casi nada— y muchas estrellas en el cielo. Gracias a que había luna nueva y a que no había ni una sola farola en el exterior, al menos no aún —esperaba que al llegar a la zona residencial la cosa cambiara—, las estrellas eran completamente visibles. Divisé a la Osa Mayor. Busque a la Osa Menor y, con un poco más de dificultad, la encontré. Luego vi a Casiopea. Las demás no pude diferenciarlas.

Deseé que la luz de la zona delantera se apagara para ver si así la visión del exterior era mejor. Pero siguió encendida. El cristal se empañó y yo me puse a dibujar en él las tres constelaciones que había podido diferenciar. Las dibujé una y otra vez.

Osa Mayor. Osa Menor. Casiopea.

Borré y eché vaho sobre el cristal para que volviese a empañarse.

Osa Mayor. Osa Menor. Casiopea.

Borré y eché vaho sobre el cristal para que volviese a empañarse.

Osa Mayor. Osa Menor. Casiopea.

Borré y eché vaho sobre el cristal para que volviese a empañarse.

Osa Mayor. Osa Menor. Casiopea.

Borré y eché vaho sobre el cristal para que volviese a empañarse.

Osa Mayor. Osa Menor. Casiopea.

Paré.

Estábamos entrando en la zona residencial. Borre los dibujos del cristal y volví a pegar la frente y a rodear mis ojos con las manos. Una triste farola medio fundida decoraba la entrada al pueblo. Un escalofrío volvió a recorrerme el cuerpo desde la columna vertebral hasta el esternón.

A medida que avanzábamos, la cosa no mejoraba. Había pocas paradas y pocas farolas. Las casas parecían abandonadas y varios descampados recorrían aquella primera zona del pueblo.

El autobús dio un pequeño salto cuando una de las ruedas se hundió en un hoyo en el muy descuidado asfalto y casi noté cómo mi corazón atravesaba mi caja torácica. El brusco movimiento hizo que mi cabeza rebotase contra la ventana. Respiré hondo y separé la frente del cristal.

Miré hacia delante. No había nadie más en el autobús, todos habían bajado antes de llegar a aquella zona. A mí no me extrañaba. El conductor me hizo una señal levantando la mano. Le dije que me avisara cuando quedasen dos paradas para llegar a la mía. Volví a pegar la frente al cristal. Gracias a que fuera también había ya luz —poca, pero la había—, veía un poco mejor.

Pasamos una parada y yo mantuve la frente fija en el cristal. El asfalto parecía estar destrozado en todo el pueblo. Varios contenedores se agolpaban casi completamente vacíos. Algo me dijo que no era precisamente porque el camión de la basura pasara con mucha frecuencia. O bien allí no había mucha gente, o bien a la que había le interesaba más sacar cosas de los contenedores que meterlas.

Pasamos otra parada y yo conté hasta cinco antes de separar la frente del cristal. Me puse de pie, salí al pasillo del autobús y me colgué al hombro mi bolsa de viaje. No había cogido mucha ropa. Algunas sudaderas, algunos pantalones de chándal, camisetas y ropa interior. También mis viejas botas negras y las deportivas que llevaba puesta en ese momento.

Me agarré a los asientos mientras el autobús reducía la velocidad. Cuando paró, avancé hacia la zona delantera.

— ¿Está segura de que quiere bajarse aquí, señorita?

Miré al conductor y le dediqué una sonrisa que esperaba que me hiciese parecer más relajada de lo que estaba.

— Completamente segura.

— Bien, pues le deseo una buena noche.

— Igualmente.

Me despedí de aquel señor con un movimiento de cabeza y salí al frío invierno de la calle.

Una vez el autobús se hubo ido, pude apreciar que aquello estaba mucho más oscuro de lo que parecía. La calle era amplia pero solitaria. Varios locales cerrados la recorrían, junto a viejos bloques de piso. Miré a mi izquierda y vi una densa niebla a lo lejos. De allí habíamos venido. Supuse que aquella niebla tenía parte de la culpa de que, fuera del pueblo, casi no hubiese conseguido ver nada a través de la ventana del autobús.

Miré a mi derecha y pude ver, a unos doscientos metros, el único local que aún estaba abierto. Miré la hora en mi móvil: las tres de la mañana. Comencé a andar en dirección al local. Mis pisadas se hacían evidentes al contacto de la goma de las suelas de mis zapatillas y las piedras de la acera tan descuidada como el asfalto. Recoloqué la bolsa en el hombro y seguí avanzando.

Cuando llegué a la altura del local, que estaba al otro lado de la calzada, pude divisar un cartel neón rojo que decía "Paraíso fantasma" y no pude evitar una sonrisa ante la ironía de aquel nombre en aquel lugar.

Me di la vuelta, dando la espalda a aquel bar, y miré el bloque de pisos que se alzaba frente a mí.

"Hogar, dulce hogar", pensé. Pero nada más lejos de la realidad. Aquello, más que un bloque de pisos, parecía un edificio en pleno proceso de demolición. Muchas de las ventanas estaban rotas, otras tapadas. La pared había perdido su color original y en una de las partes de la planta baja había un agujero de unos diez centímetros de diámetro en ella. No quise pensar en cómo había ocurrido aquello.

Subí los dos escalones que daban a la puerta, agarré el pomo y lo giré, o más bien lo intenté, porque no ocurrió nada. No se movió ni un solo milímetro. Lo intenté de nuevo, pero obtuve el mismo resultado. Estupendo. Debía estar cerrado con llave.

Hacía cinco años desde la última vez que había estado allí. Durante los dos años que viví en aquel edificio, nunca cerraban la puerta. No había nadie que se encargara de ello. Tú te las aviabas como podías para proteger tu piso. Por eso nunca tuve llave. Al parecer, aunque ahora el edificio estaba peor —si eso era posible—, sí que tenía una buena cerradura. Y yo seguía sin tener llave, por supuesto.

Resoplé. ¿Y ahora qué? Pasarían horas hasta el amanecer, cuando habría alguna posibilidad de que alguien saliera o entrara en aquel lugar y me diese una oportunidad de colarme.

Me giré y miré hacia el bar al otro lado de la calzada. Volví a resoplar. Metí la mano en el bolsillo de mi abrigo y saqué el monedero para comprobar el dinero que llevaba. La cantidad más grande la llevaba en la cartera, guardada en la bolsa de viaje, pero ahí tenía al menos dos billetes de diez euros. Respiré hondo.

Crucé la carretera sin mirar a los lados, pues aquella zona estaba completamente desierta. Cualquier vehículo que se acercase se podría escuchar desde fuera del pueblo. Cuando estuve frente a la puerta, respiré hondo y cerré los ojos unos segundos, intentando convencerme de que había tomado la decisión correcta al volver.

Cuando abrí la puerta, el sonido de una campanita me dio la bienvenida. Puse un pie dentro y luego otro. Avancé un paso y dejé que la puerta se cerrara detrás de mí. Una pequeña bombilla que colgaba del techo en la zona encima de la barra y algunas lamparitas distribuidas en diversos salientes de las paredes iluminaban aquel lugar con una luz que, sin ser suficiente para poder ponerse uno a leer mientras comía, bastaba para no tropezarse al caminar.

Observé atentamente el espacio. No había cambiado ni un ápice. A la izquierda seguía estando la extensa barra de madera mal pulida, justo frente a mí había unas escaleras que descendían hasta el almacén y los servicios y, a mi derecha, se extendían varias mesas de madera, algunas de ellas pegadas a las paredes con sofás de piel sintética de color rojo y otras con sillas tapizadas del mismo material. Las paredes, de un rojo más oscuro que los sillones, seguían estando decoradas con fotos de grupos de rock desde los años sesenta hasta los noventa. En la esquina que quedaba justo a mi derecha, seguía la vieja gramola verde.

Me acerqué a la barra y me senté en un taburete, dejando mi bolsa de viaje en el suelo junto a mí. Observé las estanterías detrás de la barra y las botellas sobre ellas. Una variedad inconmensurable de bebidas alcohólicas las llenaba.

A parte de un señor sentado en la mesa de la esquina más alejada, no había nadie más en aquel viejo y destartalado bar de mala muerte. El hombre parecía dormir plácidamente recostado sobre la mesa y sujetando una jarra de cerveza entre sus manos.

Puede que el lugar siguiera exactamente igual, pero no era lo mismo. No tenía el mismo ambiente.

— ¿Robert? —pregunté en voz alta, esperando no despertar al señor mayor de la mesa. Por toda respuesta, recibí un fuerte ronquido procedente del fondo del local—. ¿Robert? —volví a llamar, esta vez un poco más alto.

Escuché un golpe procedente del sótano, supuse que del almacén. A continuación, unos pasos acelerados que parecían demasiado animados y jóvenes para ser de Robert. Cuando un chico que debía tener mi edad invadió mi campo visual, fruncí el ceño, confusa.

Me saludó con un movimiento de cabeza y se metió detrás de la barra, cogiendo un delantal muy sucio que colgaba de la pared y atándoselo a la cintura. Se plantó delante de mí, con las manos sobre la mesa y me miró.

— ¿Qué te pongo?

— Tú no eres Robert.

El chico alzó las cejas.

— ¿Robert? Si lo buscas, deberías haber venido hace cuatro años.

— ¿Perdona?

— Robert murió hace cuatro años. Ahora yo me encargo del bar. Soy su sobrino.

Me limité a mirarlo, sin decir nada, procesando aquella información. Sentí que todo el miedo que había ido acumulando en el viaje se juntaba en una bola que buscaba hueco en mi garganta y, al no encontrarlo, me asfixiaba. Había llegado tarde. Cuatro años tarde.

Me vino a la mente el momento en el que entré en aquel bar por primera vez. Estaba lloviendo y yo no tenía dinero, así que en realidad sólo pasé al interior para refugiarme. Robert se acercó a mí serio, con su característico andar pesado y sonoro. Me dijo que no podía entrar, que no tenía la edad suficiente. Yo sí la tenía. De hecho, podía estar en aquel pueblo precisamente porque la tenía. Había cumplido los dieciocho y había huido del que debía ser mi hogar para ir a parar al que más tarde realmente lo sería, aunque yo eso no lo supe en aquel momento.

En aquel instante en el que puse un pie por primera vez en Paraíso Fantasma yo sólo sabía que, aunque me sentía libre por fin, estaba aterrada. Le dije a Robert que tenía dieciocho años y que en realidad sólo quería refugiarme de la lluvia. Él me miró de arriba abajo y no sé si fue por la maleta destartalada que arrastraba, por los vaqueros sucios y rajados o por mi de cara estar completamente perdida, pero al final me dejó pasar sin comprobar lo de mi edad. Me senté en la barra, justo en el taburete en el que estaba sentada siete años después, y suspiré. Aquel hombre cuyo pelo comenzaba a clarearse por algunas canas y con arrugas alrededor de los ojos y las comisuras de la boca, me preguntó que qué quería tomar. Yo negué con la cabeza y le dije que no podía pagarle, que intentaría molestar lo mínimo posible mientras esperaba a que escampara un poco y luego me iría.

Está claro que Robert no aceptó aquello. Detrás de la imagen austera que mostraba, detrás de la impresión de que era una persona que no dejaba entrar a nadie en su corazón, se escondía el alma más pura que jamás conocería. Me tendió un café caliente pero no demasiado y con más leche que café, tal como a mí me gustaba, y me sorprendió. Creo que me lo vio en la cara, que yo no era una persona de amarguras sino más bien de soportarlas en su justa medida. Robert era así: sabía leerme.

La voz del muchacho detrás de la barra me sacó de mi cabeza.

— Lo siento, creo que he sido muy brusco. Mi madre me lo dice. A ella le molesta que hable de Robert como si nada, pero es que yo no llegué a tener una relación muy buena con él.

Parecía más joven que yo, quizás unos tres años. Su pelo era castaño claro, con algunas puntas un poco rubias, y sus ojos eran casi tan oscuros como los míos. No sé si fue el modo en el que sujetaba los vasos o cómo se encogía de hombros cada vez que decía una frase, pero pude ver el parecido.

— Tú eres el hijo de Lucy.

El chico levantó la vista del vaso y el trapo que tenía entre las manos y me miró. Asintió.

— ¿Conoces a mi madre?

Claro que conocía a Lucy. Gracias a ella conseguí que Robert me aceptara para trabajar en el bar. Él decía que no podía dejar a una niña en la barra de un bar al que sólo iban viejos, pero Lucy insistió y él, incapaz de negarle nada a su hermana pequeña, aceptó.

Lucy era la clase de mujer que gritaba vida. Lucy era una representación minuciosa de la vida. Siempre iba con un moño en la coronilla, un moño muy despeinado del que escapaban sus mechones castaños decorados con mechas canosas. Paseaba feliz con sus faldas largas y sus jerséis de rayas, porque siempre eran de reyas: blancas y negras, rojas y verdes, azules y naranjas, moradas y amarillas o de todos los colores del arcoíris. Así era, ella, toda color y toda sonrisas. Deseé que siguiera siendo así.

— ¿Cómo está?

El chico se encogió de hombros suponiendo que la respuesta era afirmativa.

— Ya nunca viene por aquí. En realidad, no ha vuelto a venir desde que murió Robert. Me encargo yo de todo.

Otra punzada de dolor me llegó al corazón. Robert había sido como un padre para mí. Bueno, en realidad sin el "como". Había sido mi padre, el padre que nunca tuve antes de conocerlo a él. Y Lucy había sido mi madre, la madre que sí tuve pero que no se comportó como debía antes de conocerla a ella.

Yo nunca llegué a ser muy cariñosa con él. En realidad, siempre estábamos discutiendo. Pero ahí estaba él cada vez que lo necesitaba, cada vez que necesitaba resguardarme de la lluvia y recordarme a mí misma que había tomado la decisión correcta: con los brazos abiertos y con un café con más leche que café y caliente pero no demasiado.

Así fue durante los dos años que viví allí, en el edificio de enfrente. Yo me limitaba a ser una persona encerrada en sí misma, con el ceño fruncido y que daba malas contestaciones mientras él iba detrás de mí barriendo con una escoba todo lo que yo rompía, incluso si era a mí misma.

Y un día decidí irme. Un día decidí que no podía seguir allí encerrada, en un pueblo al que había ido huyendo de una jaula y que al final se había convertido en otra. Una más grande y calentita, con comodidades y compañía, sí, pero una jaula al fin y al cabo. Así que me fui a la ciudad, a la Universidad, y no volví.

Robert suplicó que no me fuera. Lucy intentó hacerle ver que era lo mejor para mí. Yo me limité a decir que no iba a cambiar de opinión. Al final me despedí de ellos con besos y abrazos y prometí que les escribiría cartas —a ellos les encantaba el correo postal— y que vendría a visitarlos.

Nunca lo hice.

Noté una lágrima resbalar por mi mejilla y me la limpié a toda velocidad, con rabia, casi golpeándome la cara con la mano.

— ¿Me pones un café, por favor?

— ¿Un café a las... —miró el reloj que colgaba de la pared— tres y cuarto de la madrugada?

Asentí.

— Caliente pero no demasiado y con más leche que café, por favor.

— Marchand... Espera un momento.

Me miró. Recorrió mi cara al detalle. Luego salió de detrás de la barra y me recorrió de arriba abajo. Me estremecí.

— ¿Qué cojones mir...?

— ¡Eres tú! —me interrumpió.

Salió corriendo escaleras abajo y me dejó ahí, estupefacta y confusa. Oí golpes en el almacén, pero no subió enseguida. Así que decidí meterme detrás de la barra y hacerme yo el café. Estaba en ello cuando escuché los pasos en las escaleras. Cuando me vio no dijo nada, sino que actuó como si fuera lo más normal del mundo que una extraña se metiera tras la barra a prepararse su propio café.

— Sabía que vendrías —se colocó a mi lado—, lo sabía. Tenías que venir.

Dejó un sobre grueso sobre la mesa y me miró.

— Dios, estas igual que en la foto. Y las descripciones que él daba... Cada detalle... No entiendo cómo no te he reconocido desde el principio.

Fruncí el ceño. Aquello empezaba a ser raro.

— Claro, es que tú y yo nunca nos conocimos. Yo soy Pablo, el hijo de Lucy. Bueno, eso ya lo sabes. Pero tú y yo nunca llegamos a vernos. Yo siempre escuchaba a mamá hablar de ti e incluso al tío, pero nunca te vi. No venía yo mucho por el bar y tampoco iba a las comidas familiares, claro, entonces es normal que nunca nos llegásemos a conocer.

Era como si alguien hubiera pulsado un botón y no pudiese parar de hablar. Yo ya sabía quién era. Lucy hablaba mucho de él, de lo guapo y buen hijo que era. Yo estaba segura de que era guapo, y lo estaba comprobando en aquel momento, pero lo de buen hijo lo dudaba mucho. Ese niño del que tanto hablaban pero al que nunca se le veía un solo pelo parecía no existir en realidad.

— ¿Qué es esto? —Señalé el sobre con la cabeza mientras echaba la leche al café en la taza.

— Ah, sí. Es una carta. Una carta de Robert. La escribió la semana antes de morir. Es para ti.

Estaba llevándome la taza a la boca, pero mi mano se congeló en el camino. Robert, el bueno de Robert, la persona más importante en mi vida se había acordado de mí antes de morir y me había escrito. A mí.

— Dijo que sabía que algún día volverías. Aunque tú nunca escribías ni venías de visita, él sabía que volverías. Así que la dejó aquí para cuando lo hicieras, porque no sabía cuál era tu dirección.

La segunda lágrima de la noche recorrió mi mejilla. Esa vez, no la borre. La dejé bajar libremente hasta llegar al borde de mi mandíbula, bajar un poco por mi cuello y luego caer al suelo.

Cogí el sobre con las manos temblorosas, salí de detrás de la barra y me senté en el taburete en el que estaba antes. Respiré hondo y abrí la carta.

Lo primero que vi fue una fotografía. Era una que Lucy nos había tomado la primera vez que fuimos de picnic. En ella estábamos los dos mirando a cámara, sentados sobre una manta en el césped. Él, grande e imponente, mostraba una sonrisa inmensa a la cámara mientras rodeaba mis hombros con un brazo. Yo, por el contrario, que aunque era alta a su lado parecía minúscula y frágil, miraba a la cámara con fiereza, como queriendo desafiar a cualquiera que viese luego la imagen.

Le di la vuelta a la fotografía y distinguí la letra de Robert, de mi padre: Eva y yo en el parque. 3 de agosto de 2012.

Dejé la fotografía sobre la barra, con cuidado de no ponerla sobre alguna mancha, y saqué lo siguiente. Era un fajo de billetes. Lo ignoré. Eso no me interesaba.

Saqué la carta. Era gruesa porque estaba escrita en papeles tamaño cuartilla, tal como a él le gustaba. Eran papeles con grano, de esbozo, con un tono beige. Desdoblé las hojas y volví a distinguir su letra. Esta, sin embargo, era mucho más temblorosa y desigual que la que había detrás de la foto.

Respiré hondo al leer la primera frase: "Querida niña mía". Él siempre me llamaba así. Nunca había usado mi nombre para dirigirse a mí, sino que me decía mi niña o querida o niña mía o amor. Pero nunca me llamaba Eva. Decía que era un nombre demasiado corto y brusco, demasiado serio, y que yo ya tenía suficiente seriedad en mi cara y necesitaba darle un poco de paz a mi alma.

Con manos temblorosas, leí la carta. Leí la carta que me destrozaría en pedazos y luego me haría recomponerme. Y después de leerla volví a hacerlo y decidí que tenía que hacer que estuviese orgulloso de mí. Decidí que tenía que vivir, como él me pedía.

Visité a Lucy y le hablé de todo, de cómo me había ido, de lo que había hecho. Le hable de mi primer amor: una alemana que estaba estudiando de intercambio en la universidad cuando yo estaba en el segundo curso. Le hablé de cómo fui la persona más feliz del mundo con ella y de cómo nos rompimos el corazón mutuamente porque, sencillamente, dejamos de querernos.

Establecí una intensa relación con su hijo, con Pablo. No era el tipo de persona con la que me hubiera imaginado siendo feliz, pero al cabo de varios años lo fui. Él me acompañó por todo el mundo, viajando y siendo la arqueóloga que siempre había querido ser. Tuvimos un niño y una niña, mellizos, y los llamé Robert y Lucy. Él estuvo de acuerdo. Lucy murió un año después de mi regreso al pueblo, por lo que no llegó a conocerlos.

Fui feliz. Fui la persona más feliz del mundo y todo fue gracias a lo que ocurrió aquella noche y a todo lo que había detrás de ella. Fue todo gracias a la decisión que me llevó a aquella noche, a regresar a aquel lugar, a entrar al bar y a conocer a Pablo. A leer la carta de mi padre.



Querida niña mía:

Sabía que volverías. Lucy me repite una y otra vez que no lo harás, que tienes una vida mejor y que no quieres volver porque todo esto, yo, nosotros, te recordará a ese pasado del que huías. Pero yo sé que volverás y que cuando lo hagas leerás esta carta.

Si la estás leyendo es porque yo ya no estoy para decirte todo esto en persona. Está bien, no quiero que estés triste. No quiero que tus ojos se oscurezcan más de lo que ya lo están.

Cuando te fuiste, niña mía, me quedé destrozado. No quiero que te sientas mal por esto, ni mucho menos, pero es la verdad. Mi único consuelo era pensar que vendrías de visita, que escribirías, pero no lo hiciste. Nunca lo hiciste. Y está bien, mi niña, está todo bien.

Pasé el primer mes esperando. Miraba el buzón todos los días y salía a la puerta de casa varias veces a la semana, con la esperanza de verte venir andando desde la parada del autobús, porque sabía que nunca te sacarías el permiso de conducir. El segundo mes me encontré a mí mismo tomando los cafés tal y como a ti te gustan: calientes pero no demasiado y con más leche que café. Están asquerosos, te lo aseguro, pero me recordaban un poco a ti, así que los tomaba igualmente.

Pero no apareciste ni escribiste. En varias ocasiones estuve a punto de ir a buscarte, pero no sabía dónde. Nunca nos dijiste dónde te ibas. ¿A qué ciudad? ¿A qué universidad?

Imagina mi disgusto cuando me diagnosticaron el cáncer. Fue repentino y rápido. Era tarde, no había solución y no duraría mucho. Llevo ya casi seis meses así y no creo que me falten muchos días para acabar con todo esto. Pero estoy tranquilo.

Quise ponerme en contacto contigo, pero no había manera. Me iba a dormir todas las noches pensando en ti, en cómo te iría, en cuántos éxitos estaría logrando mi niñita, mi hija. Porque para mí, Eva, eres mi hija.

Sí, Eva. Porque me he dado cuenta de que eres esa, eres Eva, eres la rabia que siempre vi en las letras de ese nombre y que siempre quise negarte. Pero ahora sé que eres esa rabia y eso está muy pero que muy bien. Porque así eres más fuerte.

Ahora estoy sentado con dificultad en mi sillón, ese junto al que ponías tu silla para leerme una y otra vez los poemas de Baudelaire. ¿Te acuerdas? Tu favorito era Himno a la belleza y lo interpretabas como si realmente fuese un himno para ti. Decías que tú aspirabas a ver así el mundo. A mí me encantaba escucharte leerlo porque, por unos minutos, me dejabas entrar en tu alma. Lo leías lento, no con palabras, sino con colores. Lo leías con el alma.

En este sillón estoy, como ya he dicho, escribiendo esta carta que me temo no tenga mucho sentido porque ya casi no sé conectar mis pensamientos. No me queda mucho, mi niña. Lucy se niega a aceptarlo, pero es la verdad. Te escribo esto ya, ahora, porque no sé si mañana podré hacerlo, no sé si mañana tendré fuerzas para levantarme de la cama.

No quiero que te sientas mal por no haber estado conmigo en este momento. Yo no me siento mal. Sé que estás estudiando, labrándote tu propia vida, tu propio futuro, quitándote las cadenas que se te colgaron sin tú quererlo. Y me alegro mucho por ti, hija, me alegro muchísimo. No puedes imaginarte cuánto.

Pero tenía y tengo la necesidad de decirte que te he echado mucho de menos y sigo haciéndolo. Miro nuestra foto, la única que tengo, todos los días durante varios minutos, intentando memorizar tu rostro para no olvidarme nunca de él. Me da miedo no poder acordarme del brillo de tus ojos frente a la rudeza de tus gestos. Me da miedo olvidar cómo fue verte aquel día en que entraste chorreando en el bar y yo intenté echarte. Al final no lo conseguí: te quedaste no sólo en el bar, sino en mi corazón.

Los dos años a tu lado han sido los mejores de mi vida. No cambiaría nada de ellos. Espero que para ti también tengan un lugar especial en tu corazón. Y sabes que odio que tu infancia fuese tan mala, pero no puedo evitar encontrarle el lado positivo a todo eso: llegaste a mí y por eso le doy gracias a Dios o a quien sea que esté ahí arriba, si es que hay alguien.

Pero sobre todo te doy las gracias a ti. Gracias por hacerme padre, por darme todo el amor que siempre quise y que siempre me dio tanto miedo tener. Sé que sientes que nunca me diste lo suficiente. Sé que ahora mismo estás pensando que no fuiste lo suficientemente cariñosa o que no me abrazaste tantas veces como debías. Pero no es así, Eva. Me lo diste todo. Me diste el mundo entero a tu manera y eso es mucho más de lo que puedo pedir.

Espero que seas muy feliz, que recorras el mundo como siempre quisiste y que te conviertas en la mejor arqueóloga de la historia. Para eso te dejo mis ahorros. Espero que tus elecciones te hagan feliz y que, si no lo hacen, al menos te enseñen algo nuevo. Espero, de todo corazón, que nunca te olvides de mí, de tu padre. Porque yo me considero tu padre y espero que tú también me consideres así.

Te dejo esta foto porque yo ya no voy a necesitarla. Yo me la llevo en el corazón a la tumba o a donde sea que vaya después de la muerte. Te espero allí, pero por favor, no vengas muy pronto. Demórate todo lo que quieras, vive y deja vivir y disfruta. Lee, canta, escucha música, baila, estudia. Haz todo lo que siempre quisiste hacer y lleva esta foto contigo por si alguna vez necesitas sentir que hay alguien junto a ti. Yo lo estoy y lo estaré siempre.

Te quiero con todo mi viejo corazón. Te quiero con toda mi vieja alma.

Te quiere, tu padre.

Robert.


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