SIN ROPA Y CON PAPAS GUISÁ, relato por Alba Amador
—Hoy vamos a cenar largo, Elvirita.
—Como reinas, hija, como reinas.
La voz dormida,
DULCE CHACÓN
El himno nacional termina de sonar en un colegio de monjas de Triana y la clase se da por finalizada. Luis se rasca la cabeza decepcionado. Si él ya sabía lo que habría cuando respondió a Jacinto… Pero aún así lo hizo, qué remedio. Su madre le propinará un buen cosqui cuando llegue a casa, eso lo tiene claro, como también tiene claro que su padre se pondrá a mascullar sobre lo mucho que le cuesta ganar las perras como para que él ande haciendo el canelo en el colegio en lugar de estudiar. Pero no es un chico travieso, para nada. Lo que pasa es que no se deja manejar, nadie se le monta encima, como él dice.
—Manuel, su hijo es un segundo Domingo Savio —había asegurado alguna vez una monja a su padre.
Pero esta vez está castigado con otros cuatro chiquillos. Uno de ellos llora a su lado y suplica a la joven que lo perdone, que a la próxima se va a portar bien. Luis resopla con una sonrisa forzada y el esfuerzo del gesto hace que se percate de que necesita orinar. Sabe que eso no es verdad, que cuando acabe el castigo, Jacinto volverá a su casa, se olvidará de todo y al día siguiente volverá a hacer de las suyas y encontrará alguien más pequeño con quien entretenerse. Esa mañana tuvo la mala suerte de buscar la pelea con Luis, quien, por supuesto, no se dejó ningunear.
Luis se une a la fila que les manda a formar la señorita María. Los chicos, guiados por su maestra, avanzan por el pasillo hacia una de las aulas. La señorita María no es una monja, es solo una señorita. A las monjas las llaman Sor o Madre —Sor Paula, tengo que hacer pipí. Madre Luisa, ¿por qué la tengo que llamar madre si no es mi madre? Sor Juana, Paquito ha dicho una grosería—, pero a las jóvenes que no son religiosas, solo profesoras, las llaman señoritas. A Luis le gusta María porque trata muy bien a los alumnos. Siempre explica las cosas despacio para que todos las entiendan, aunque para él no hay dificultad en sus lecciones y a veces se aburre. María es buena y siempre entra sonriendo a clase. Pero cuando tiene que sancionarlos, lo hace.
Dejan atrás uno de los patios internos del colegio, el más pequeño, el que está rodeado por columnas, tiene una fuente en el centro y se abre al cielo para conceder el paso a la luz más allá de sus límites.
—¡Arreando! Tos pa dentro. —Abre la vieja puerta de madera y deja ver el interior de un aula pequeña y oscura, con pupitres consumidos y una pizarra en el fondo. Cabizbajos, los muchachos pasan despacio—. Pablito, no te quedes atrás.
Cuando todos ya han entrado, la señorita María se asoma de nuevo al pasillo para buscar a Pablito, que al parecer, no estaba en la fila. Pocos segundos después, vuelve al aula sola, así que el muchacho debe haberse escaqueado. La señorita se acerca al escritorio principal y saca un montoncito de hojas de papel. Luis se ha sentado en uno de los pupitres. Al ver que la señorita comienza a repartir los folios, se deja escurrir en la silla y echa la cabeza hacia atrás para clavar la vista en el techo. Le gusta aprender inglés, decir la lección en voz alta y beberse las lecturas obligatorias, pero no le divierte que las beatas o las señoritas le pongan a escribir cien veces lo que ha hecho mal. Sobre todo porque, muchas veces, en realidad, no ha hecho casi nada.
—Mu bien. Os quedai aquí mientras yo busco a Pablito y lo traigo.
—No es listo ni ná —comenta Jacinto cuando se encuentran por fin solos en el aula mal iluminada. Se acomoda con las piernas estiradas sobre el escritorio y empuja la hoja de papel con la suela del zapato. El folio se balancea en el aire, como una pluma, antes de caer al suelo con un susurro agudo. Es rubio y demasiado guapetón, y a diferencia de Luis, nunca usa el mismo conjunto de un día para otro—. Hay que enfrentá las conseconcia de lo que uno jace.
—Se dice consecuencias, no conseconcias.
—Calla, Manolito.
Manolito se encoge en su asiento. Es un muchacho menudo, delgado como Luis, tímido y con unas gafas de culo de botella más grandes que su propia cara. Luis lo mira con lástima desde su pupitre y decide entrometerse.
—Pero si tú ha suplicao que te perdone, so burro, qué va enfrentá ni enfrentá.
Jacinto le dirige una mirada que parece cargada de recelo, pero no responde. Debe saber que no merece la pena. Luis se endereza en su asiento. Necesita hacer pipí. Cuando la señorita vuelva con Pablito, le pedirá ir al servicio. Aprieta las rodillas para aguantar mejor y comienza a escribir, esperando así ignorar con más facilidad las ganas que tiene de orinar.
José se acerca a Jacinto y se sienta a su lado. Ambos chicos cuchichean y se ríen. Seguro que se burlan de alguna pobre familia que habrán visto viviendo en una casa diminuta o de alguna señora con andares graciosos. A Luis sus padres le han enseñado bien. Son un matrimonio humilde cuya primera hija, Francisca, nació el año antes de estallar la guerra civil. En pleno conflicto bélico nació su hermano Antonio y en el treinta y nueve, Manuel. Con Manuel se lleva mejor que con ninguno. Después vino él y, por último, su hermana Rosario.
Su padre nunca habla de la guerra. Mamá tampoco. Algunos niños saben mucho; sus familiares, los que consiguieron volver, cuentan cómo fue, qué vieron, qué oyeron, qué sintieron. Pero en casa nadie lo menciona. Francisca le contó una vez que había escuchado hablar a mamá y a papá, cuando él era solo un bebé, de que habían matado a todos los de un tal grupo azul.
—Menos mal que no fuiste —había dicho mamá, según su hermana mayor—. ¡Otra guerra! Y todo por el dinero…
Luis lleva cincuenta y tres frases y media cuando Manolito se sienta a su lado con dos medias manzanas y un poco de pan bregado. No puede evitar mirar todo aquello y pensar qué habrá para cenar esa noche. Ayer, pan y uvas.
—Gracias por defenderme Luis.
—No es ná.
—Toma. ¿Quieres media manzana? —El muchacho extiende una de las mitades. Luis nota la saliva acumularse entre su lengua y sus dientes y el agua en su boca le recuerda que necesita orinar—. Están que te cagas, de los árboles de mi padre.
Manolito habla así porque es de Madrid. Los demás, a veces, se ríen de su acento porque dice cosas como «hemos acabado» en lugar de «hemo acabao», pero a Luis le parece que suena bien.
Coge la manzana agradecido y le pega un buen mordisco. Es de las verdes, las que más le gustan. El bocado explota en su boca, crujiente y ácido, y lo mastica despacio. Manolito tiene razón, está increíble. Aprieta las rodillas y sigue masticando mientras termina de escribir la frase que ha dejado a medias. Manolito se levanta para ir a por su hoja y su lápiz y sentarse de nuevo a su lado. Pero apenas le da tiempo a escribir dos palabras.
—¡Vamo a jugá a piola!
Jacinto se planta frente a los dos muchachos, con José detrás. Su hoja de papel sigue en el suelo y el otro tampoco ha escrito mucho.
—Tenemos que estar sentados y escribiendo, Jacinto.
Manolito tiene razón. Si los pillan jugando, lo único que van a conseguir es que les alarguen el castigo, y ya tienen bastante con lo que tienen. Pero él escribe rápido, no le costará completar las cien líneas, y jugar le permitirá distraerse y no pensar en el pipí.
—Venga, solo un rato. —Luis se levanta. Manolito lo mira a él y a los otros dos, seguramente en duda. Pero al final cede.
—Bueno. ¡Pero yo no soy el burro!
Siempre le toca empezar a Manolito. Es el más pequeño, así que es más fácil saltar sobre él y pueden hacerlo con los ojos cerrados o a la pata coja.
—Empieza José —declara Jacinto.
—¡Ji hombre!
—Vamo a mové las mesas. —Ignora a su amigo y comienza a reorganizar el aula para hacer espacio. Los otros tres muchachos siguen su ejemplo.
Luis está bastante seguro de que están haciendo mucho ruido, pero las clases ya han terminado y las monjas y señoritas se habrán marchado a casa. Han movido dos mesas cuando la puerta se abre con un fuerte golpe.
—¿Qué está pasando aquí?
Manolito se esconde detrás de Jacinto en el momento en el que la Madre Luisa entra en el aula seguida por Pablito, al que tiene pillado por la oreja. Cuando los muchachos se dan cuenta de quién trae a su compañero, se ponen en fila, lado a lado, y se enderezan. Intentan ocultar tras ellos las dos mesas fuera de su lugar, una tentativa inútil. Estaba claro que aquello pasaría. Ahora se van a meter en otro lío más y él necesita hacer pipí y la Madre Luisa no le dejará ir al servicio.
La monja suelta al chico, que se acerca corriendo a sus compañeros, da un traspié y se coloca junto a José.
—Qué oportuna.
—¿Qué ha dicho, José? —Se acerca al muchacho y se detiene frente a él. Lo mira desde arriba, con su papada acentuada por el gesto y la presión del hábito alrededor de su cuello.
—Ná de ná, Madre Luisa.
La beata se inclina todo lo que puede para dejar sus ojos a la altura de los chicos y los observa uno a uno. Hace mucho ruido cuando respira, tiene los ojos muy arrugados y esconde un poco de malicia en ellos. Luis le sostiene la mirada. ¿Es un buen momento para decirle que necesita ir al servicio? Probablemente no. Quizás podría salir corriendo, la puerta está abierta. Después tendría que enfrentarse a otro castigo, pero al menos habrá aliviado su necesidad. Sí, es una buena opción.
—Muy bien. —La mujer se endereza y da un paso hacia atrás, en dirección a la puerta—. Como vuestro compañero ha decidido —retrocede un paso más— que era una buena idea —otro más— intentar evadir el castigo —ya está junto a la puerta—, en nombre Jesús nuestro señor —coloca la mano sobre la puerta y retrocede un último paso. Luis se estremece, es su última oportunidad…—, quedáis todos castigados hasta el fin de la tarde.
La puerta se cierra con un ruido sordo. Se escucha el movimiento de la llave en la cerradura, los pasos de la Madre Luisa a través del pasillo y, finalmente, silencio.
—¡No! —exclama Pablito.
—¡La que has liao Pablito! —Jacinto le propina un cosqui al recién llegado. Luis aprieta las rodillas—. Por tu culpa nos tenemo que quedá aquí por lo menos cinco horas más.
—No son cinco, es menos.
—¡Tú a callá, Manolito!
Jacinto, Manolito, Pablito y José se ensalzan en una discusión a la que Luis no se ve capaz de prestar atención. Necesita orinar, lo necesita de verdad. Pero ahora le quedan varias horas más ahí dentro y no aguantará. Mira hacia la ventana. Está alta, pero quizás pueda alcanzarla. Solo tiene que subir un pupitre sobre otro y luego… Pasar no será un problema, es un chico finito. Pero al otro lado no habrá nada, tendrá que saltar hacia el frío suelo de piedra. Pero, ¿qué otra opción tiene?
La papelera. En el rincón hay un cubo que usan de papelera. Puede orinar ahí. No es una mala opción, en realidad. Cuando vengan a recogerlos, explicará la situación y seguro que lo entenderán. Sí, la señorita María lo entenderá. Y si la que vuelve es la Madre Luisa, pues tendrá que entenderlo también. O no, pero da igual. Lo importante es hacer pipí.
—Luis, vamo a jugá a piola.
Pablito lo mira, esperando una respuesta. Los chicos ya han resuelto el conflicto y vuelven a organizar el aula a su gusto. Esta vez, eso sí, lo hacen despacio, para evitar el chirrido de las patas sobre el suelo.
Quizás podría aguantar un poco más, entretenerse. Con suerte, el tiempo pasará volando, se olvidará de su necesidad y podrá hacer pipí en el urinario, como debe ser. Se ahorrará la vergüenza de orinar en la papelera.
El joven asiente y se une a los demás. Cuando las mesas ya están colocadas, le toca a Pablito hacer de burro primero, ya que, por su culpa, pasarán más tiempo en la escuela y llegarán tarde a casa. José coge carrerilla antes de saltar, Manolito casi cae de boca y Jacinto salta con los ojos cerrados. Luis se pregunta si puede saltar con las piernas juntas. Podría impulsarse mucho y juntar las piernas al pecho, así no tendría que separarlas. Le da miedo que, en pleno salto, se le escape el pipí. Sería una tragedia.
—¡Venga, Luis! —exclama Jacinto.
—¡Venga, Luis! —corean los demás.
—Que ehperei, joe. —Tiene que saltar con las piernas juntas. No hay otra manera. Es probable que golpee sin querer a Pablito en la cabeza. Es muy, muy probable.
—¡Venga, Luis! ¡Venga, Luis! ¡Venga, Luis!
—¡Que ya voy! Qué pesaos.
—¡VENGA, LUIS!
—¡QUE ME VIA MEÁ ENCIMA!
Los muchachos se quedan en silencio ante la confesión. El que está agachado, se levanta. Todos lo contemplan. Luis aprieta aún más las piernas, porque el esfuerzo del grito ha empeorado la situación, y los muchachos comienzan a reír.
—Psssssss. —Jacinto imita el sonido del pipí. Los demás lo siguen entre risas.
—Psssssssssssssssssssssssssssssssss.
—Callaos. —Luis aprieta las piernas con toda la fuerza que tiene, pero el intento es contraproducente, así que busca una silla y se sienta. Así duele menos. Así puede aguantar mejor.
—Psssssssssssssssssssss.
—¡Que os calléi! ¡Que me meo!
—¡Méate! ¡Méate!
El muchacho cierra los ojos con fuerza mientras los demás corean entusiasmados. Parece que les resulta muy divertida la idea, pero no lo es. El dolor aumenta con cada palabra que canturrean. No comprende por qué no se ha dado cuenta antes de que necesitaba orinar. No aguantará.
Las campanas de la misa se escuchan a lo lejos. Es un sonido angelical que hace que todos guarden silencio. En esa pausa, solo adornada por la música, Luis encuentra el alivio. Es repentino e inesperado. No le da tiempo a ponerse en pie y llegar a la papelera. El calor invade su entrepierna primero, luego baja por los muslos y alcanza sus rodillas huesudas. Pronto se escapa un hilillo amarillento por el dobladillo del pantalón y caen algunas gotas al suelo.
Los chicos observan su cara relajada, estupefactos. La comprensión se dibuja en sus facciones en cuanto miran abajo y observan el resultado de sus peripecias.
—¡Qué ahco, Luis! —exclama Jacinto. Los otros tres ríen desconsolados.
Luis vuelve en sí y se mira el regazo. El pantalón está empapado. Le caerá una buena en casa. Ha manchado el único conjunto y lo tiene que usar durante lo que queda de semana. Ya se imagina volviendo a clase el día siguiente con olor a pipí. Todos dirigirán sus burlas hacia él, incluso las señoritas. Las monjas se enfadarán durante la misa del día siguiente, porque cómo se atreve a aparecer así en la casa del señor.
—Mirá lo que habéi hecho —susurra.
Sus compañeros vuelven al silencio y se acercan despacio, sus pisadas arrastrando por el suelo y resonando entre las sombras. Las campanas ya no suenan y la dicha que se había generado entre los chicos ha escapado por la pequeña ventana a la que Luis no ha logrado subir. Las mesas acumuladas a su alrededor parecen un público expectante alrededor de un escenario olvidado.
El muchacho se aúpa de la silla, ahora empapada, y se menea en su incómoda ropa. Le gusta aquel conjunto. Es el único que tiene, pero le gusta mucho, y se ha orinado encima. Ahora está sucio, caliente y mojado. Tendrá que aguantar el resto del castigo así.
—Venga, Luis. —Jacinto le da unas palmadas en el hombro—. Vamo a escribí las cien línea mientra se seca eso y luego seguimo jugando.
La puerta se abre y el atardecer se cuela en el aula con un pequeño rayo de luz. Las mesas están colocadas en su lugar y los cinco niños juegan a las canicas en el suelo. La señorita María se acerca a ellos con su característica sonrisa de oreja a oreja.
—¿Lo vei? No era tan difici llevarse bien.
Los chicos recogen sus canicas y se ponen en pie. Luis se gira hacia la señorita y le sonríe. El pipí se ha secado, huele mal y está incómodo, pero no pasa nada. En realidad ellos siempre se llevan bien. A veces tienen algún roce, porque Jacinto no conoce los límites y él no se deja pisar, pero al final siempre acaban jugando. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Lo que pasa es que los adultos discuten mucho y ellos tienen que tomar ejemplo de algún lado. Su padre y su madre, por ejemplo, nunca hablan de la guerra.
María observa al niño que tiene delante. Huele a orina y su pantalón tiene una mancha ya seca que se extiende desde la entrepierna.
—¿Qué ha pasao, Luis?
El aludido se encoge de hombros y suelta una sonrisilla. Su padre siempre responde lo mismo cuándo él lo encuentra hablando con su madre, sobre las cosas que suceden en el país o fuera de él, y le pregunta qué ha pasado.
—Que un borrico sa ahogao.
La señorita María cierra los ojos y menea la cabeza de lado a lado.
—Anda, tos pa casa.
Cuando llega a casa, Luis se quita la ropa y se la entrega a su madre. Es una mujer no muy alta, de rostro serio pero amable, y siempre lleva el pelo en un moño, a veces con una flor en la cabeza. La mujer lo mira confundida y le pide una explicación. Que se lo tiene ganado, le dice, porque si la señorita María pensó que tenía que castigarlos, por algo sería. Ahora no tiene nada que ponerse para el resto del día.
—Vete a la cama mientra yo lavo ehto.
—Vale. ¿Qué vamo a cená ehta noche?
—Papas guisá.
—¿Con pan?
—Con un poco de pan.
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Luis y su hermano Manolo |
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